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4. Nadja II

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Capítulo 4: Nadja II.

Nadja nunca había tenido un sueño así, y sin embargo le resultaba familiar, como el aroma olvidado de una receta de la infancia.

Estaba en el bosque, pero era una versión más vibrante, con colores saturados, brillantes y a la vez borrosos. Cuando los árboles se movían con el viento, dejaban tras de sí un extraño rastro, como si sus ojos estuvieran intentando situarlos en varios lugares a la vez. El propio viento parecía visible, una vibración en el aire de un color que Nadja no sabía nombrar. Debajo de ella, el suelo parecía respirar, podía sentir el corazón de la tierra latir. Cuando tomaba aire, Nadja respiraba un millón de aromas, familiares y desconocidos a la vez, pero todos cálidos y reconfortantes. No era capaz de determinar cuánto tiempo llevaba allí. Parecía un instante y parecía una eternidad.

Avanzó tentativamente unos pasos, maravillada ante la explosión de olores, de colores y de sensaciones que la rodeaba. Se sentía ligera, como una hoja gentilmente acunada por la brisa. Libre de cargas, libre de heridas, libre de…

Pareció chocar contra algo cuando trató de seguir esa línea de pensamiento, y una parte de su campo de visión se volvió gris y apagada por un instante. Fue lo que tardó en desvanecerse el recuerdo, y pronto olvidó haberlo tenido. La luz y el color la rodearon y se sintió como si siempre hubiera estado allí.

Algo llamó su atención, y solamente al agitar las orejas con curiosidad se percató Nadja de que estaba en su forma de loba. Si le pareció curioso no haberse dado cuenta antes, lo olvidó enseguida. El mismo aroma dulce que llenaba su olfato parecía embriagar su mente y hacerla tranquila y despreocupada. Trotó alegremente hacia la sensación, y brotó de entre los arbustos a la orilla de un pequeño lago. A diferencia del resto del paisaje, no se movía: no había peces, no había corriente, no había olas que lamieran la orilla perezosamente. Nadja sabía que lo conocía, pero las palabras no llegaban a su mente, se perdían entre los pensamientos abstractos e inconexos que la inundaban en ese momento.

Algo la impulsó a agachar la cabeza para beber del lago, pero una voz suave la detuvo:

—No estás lista para beber de estas aguas, cachorro.

Al alzar la vista, Nadja se encontró a una loba hermosa, aunque mayor. Su manto era dorado en el lomo, los hombros, parte de la cola y la parte superior del rostro, donde el pelaje blanco del resto de su cuerpo hacía un pico hacia el dorado. Su nariz era rosa y sus ojos, ámbar claro. Tenía una expresión amable, serena, y le inspiró confianza a pesar de ser una desconocida. Como todo en aquel misterioso bosque, parecía brillar, y dejó un rastro tras de sí al moverse. Se acercó un poco a Nadja, pero mantuvo la laguna entre ellas.

—¿Quién eres?—se encontró Nadja preguntando.

—¿Quién crees que soy?

Lo pensó un instante, y dijo lo único de lo que estaba segura:

—Llevas el sol en el pelaje.

La loba dorada pareció reír, y algo se distorsionó en el ambiente por un segundo. El mundo pareció brillar más, y Nadja sintió la necesidad de cerrar los ojos. De repente, no solamente cesó, sino que pareció revertirse rápidamente hacia lo opuesto. Fue como si grietas grises aparecieran por todo el cielo y los árboles dejaran de mecerse durante un instante. Nadja lo observó con fascinación al principio, y con pánico cuando se dio cuenta de que las grietas se extendían a toda velocidad hacia ella. Dio un salto hacia atrás con un grito… y entonces acabó. La brisa volvía a soplar, acariciando su lomo, y las ramas de los árboles se balanceaban de nuevo. Miró a su alrededor, alerta, pero no quedaba ni rastro de aquella distorsión. Lentamente se dio cuenta de que incluso su mente parecía estar borrando el recuerdo de lo ocurrido: cuanto más intentaba pensar en ello, más se emborronaba su memoria, inundada de nuevo de aquel olor dulce que lo llenaba todo.

—No te preocupes por eso ahora—llegó a sus oídos la voz suave de la loba dorada—. No puede hacerte daño. Solamente te despertará.

—¿Estoy soñando?—sentía que había preguntas más importantes que debía hacer, pero tenía la mente nublada. El olor empezaba a ser intoxicante.

La loba dorada asintió.

—Te despertarás pronto. Va a ser doloroso, hija mía. Tienes una larga recuperación por delante. Pero vivirás. Eres una joven más fuerte de lo que crees.

—¿Recuperación?—Nadja no lo comprendía. Se encontraba bien. Entonces, como una descarga eléctrica, el dolor recorrió todo su cuerpo, y gritó mientras su campo de visión se llenaba de grietas grises. Aunque retrocedieron cuando se incorporó, jadeando y desorientada, no desaparecieron por completo como en la vez anterior. La loba dorada la miraba con lástima.

—Pobre criatura. Estás a punto de despertarte. No te envidio—dijo con suavidad.

—Espera—logró decir Nadja, mientras los límites de su campo de visión se oscurecían y la loba dorada empezaba a girarse para alejarse—. Por favor, no entiendo nada. No me dejes aquí—suplicó.

Otra descarga de dolor la derribó cuando trató de caminar hacia la loba. Lo último que vio antes de que todo se volviera negro fueron aquellos ojos amarillos mirándola con compasión.

—No temas. Yo velaré por ti. Volveremos a vernos. Sé fuerte.

—No, espera, por favor—gimoteó desde el suelo, pero todo se apagó de repente.

 

El despertar fue duro, muy duro. Se encontró tumbada en un lecho, cubierta de vendajes y cataplasmas, completamente desorientada y en un dolor que se iba volviendo agónico por momentos. Instintivamente trató de moverse y sintió cómo sus patas estallaban. Con los sentidos totalmente embotados, Nadja apenas fue consciente de que había muchas personas a su alrededor, borrones que se movían y olían a miedo y a tensión. Aulló, gritó, suplicó entre gritos inconexos y sin coherencia alguna, hasta que alguien le sostuvo la cabeza y notó que le metían algo, un líquido de olor fuerte y sabor desagradable, en la boca. Trató de escupirlo, pero alguien le cerró con fuerza el hocico y le tapó la nariz para obligarla a tragar. Tomó una bocanada desesperada de aire después, y trató de gruñir a las figuras extrañas que la tocaban y la rodeaban, pero no permaneció consciente mucho más tiempo. 

El sueño se la llevó, pero no volvió a ver a la loba. Simplemente, durmió.

 

Se despertó varias veces más a lo largo de los siguientes días, pero nunca pasaba más de unos minutos consciente ni alcanzaba a abrir los ojos. Sus sueños la llevaron una y otra vez a la laguna. Olvidó la mayoría de esas ocasiones al poco de despertar, pero la persiguieron las imágenes de la hierba, el agua y los árboles, y sobre todo la loba del pelaje de sol. No aparecía siempre, y cuando lo hacía no respondía a sus preguntas. Se limitaba a mirarla desde la otra orilla de aquella charca de aguas inmóviles hasta que las garras grises la arrastraban de nuevo a la realidad. 

La realidad no era mejor. Siempre había voces cerca, olores fuertes que ahogaban su olfato, y dolores intensos por todo su cuerpo. El ciclo se repitió durante un tiempo que le fue imposible de determinar. El tiempo, la realidad en general, parecía un concepto lejano e incomprensible. Nadja olvidó su mundo, su manada, su familia y su propio nombre. Solamente restaban aquella charca, aquella loba, aquellas garras crueles, aquellas manos que la sostenían para obligarla a tomar el líquido desconocido y aquella agonía que la invadía cuando no lo hacían. Entonces se desmayaba de nuevo. Una, y otra, y otra vez.

Gradualmente, las manos aparecieron con menos frecuencia, y el dolor fue cada vez más soportable, abriendo espacio para que el resto de sus sentidos, poco a poco, volviera a funcionar. Con ellos volvió a conformarse algo parecido a una identidad y, una mañana, Nadja abrió los ojos.

Había soñado con el lago, y durante unos momentos se sintió fuera de lugar en un sitio tan oscuro. Parpadeó para enfocar la vista y tras unos segundos se dio cuenta de que estaba mirando a una pared de piedra, y que el borrón más claro en la parte de abajo de su campo de visión era una manta. Estaba en un lecho. 

Con cuidado alzó la cabeza e instintivamente olfateó a su alrededor. Los vendajes le tiraron cuando se movió, y Nadja volvió a dejar caer la cabeza sobre sus patas delanteras. Sentía el pelaje sucio y pesado, y el aire lleno de un olor amargo a medicina. Cerró los ojos un rato más, agotada por el esfuerzo, y cuando volvió a abrirlos la luz del sol había iluminado un poco la sala y había un chico dormido frente a ella. Tardó un momento en reconocerlo, y lo hizo antes por el olor que por lo que pudieran decirle sus ojos cansados.

—Da…—Dacko, había intentado decir, pero su cuerpo no le respondía bien. Frustrada, soltó un pequeño gañido, que hizo que Dacko se estremeciera en sueños. Logró arrastrarse hacia él, lo justo para tocarle el rostro con el hocico—Dacko—lo llamó.

Dacko tardó un momento en despertarse, pero cuando lo hizo, su grito de emoción despertó a todos en la casa de los curanderos.

 

—Por último, esta pata trasera está rota en dos puntos distintos, y aunque está sanando bien va a tardar todavía otros veinte días, aproximadamente, en soldarse—estaba explicando Hreiz, la jefa de los curanderos, cuando Nadja salió de su ensimismamiento. Llevaban toda la mañana rodeándola, agobiándola, hablándola, tocándola y moviéndola. Y cuando por fin tenía vendajes limpios y un lecho nuevo y sus amigos estaban con ella, todavía había más que hablar. Bostezó, con la cabeza apoyada sobre las patas.

Dacko estaba en su forma humana, sentado junto a su cabeza y acariciándole distraídamente la oreja ilesa. Gärn era una mole gris oscura tumbada a su lado, usando su enorme cuerpo de loba para cubrirla del frío. La curandera les explicaba las instrucciones para su tratamiento en pie frente a ellos. Era una mujer mayor, pero no vieja, de la generación de la madre de Nadja, pero envejecida por las arrugas de fruncir el ceño continuamente. Sus ropas, tejidas con motivos de plantas y adornadas con cuentas del río, eran simples, pero de calidad, e indicaban un alto nivel de respeto en la jerarquía de la manada. Colgaba de su hombro la bolsa de medicinas de todo buen curandero, cargada con todo lo necesario para tratar heridas y enfermedades y para destruir las fosas nasales de Nadja.

—...y confío en que estéis aquí para recordárselo a Nadja, porque como dependamos de que me haya estado escuchando echaremos a perder su tratamiento—Había vuelto a distraerse. Agachó las orejas y se lamió el hocico en gesto de disculpa, y eso pareció bastar para hacer reír a Hreiz.

—Cuidaremos de ella—respondió Dacko asintiendo enérgicamente, y Nadja sintió el roce del hocico de Gärn entre las orejas. Su amiga no era muy dada a esa clase de muestras de afecto físico, de modo que se relajó para disfrutar de la atención. Había debido de tenerlos muy preocupados, aterrados por su salud.

Había estado a punto de morir varias en los primeros días, o eso le habían dicho. Después se había estabilizado, y sus heridas habían empezado a ceder a las cataplasmas medicinales, pero no había salido de la inconsciencia hasta esa mañana, diecinueve días después de su ataque. A Nadja se le hacía difícil imaginar cómo habían sido aquellos días que ella había pasado tan rápido, como en un sueño. Estaba escuálida, porque habían pasado todo ese tiempo alimentándola con caldos e infusiones medicinales, y tenía ganas de dormir otros veinte días. Por supuesto, eso no lo dijo en voz alta, y aceptó el amor de sus amigos con buen ánimo. No la habían dejado sola en ningún momento desde que despertó; Dacko incluso había enviado a alguien a avisar a Gärn, que estaba en plena patrulla, para que pudiera regresar de inmediato. Y Gärn nunca abandonaba una patrulla, pero allí estaba ahora, a su lado, dejando que el contacto con su pelaje la reconfortara.

Nadja se arrebujó un poco y se dio cuenta de que la curandera ya se había ido. Su capacidad de atención no había sido la mejor desde el momento en que despertara, pensó. Supuso que era normal, después de todo lo ocurrido.

—Entonces, ¿las fronteras están normales?—preguntó, mirando hacia Dacko. Para mirar a Gärn tenía que girar el cuello de una manera que hacía que las cataplasmas que tenía en él fueran muy incómodas.

—No te preocupes por eso ahora—intentó reconfortarla el chico—. Estás a salvo aquí.

—Sé que estoy a salvo—protestó suavemente—, quiero saber si lo está la manada.

—Hemos doblado patrullas en todos los sectores—respondió Gärn, práctica—. Todo está en orden. No sé qué querían, pero no han vuelto a por ello.

—Querían…—hizo un esfuerzo por recordar. Al escucharlo, le había parecido que era algo importante, algo que ella sabía, pero sus pensamientos se negaban a ir en la dirección en que ella quería.

Cuando llegues a casa, ve a tu líder, resonó en su mente por un instante. Nadja luchó por recuperar ese hilo, ese pensamiento. Ve a tu líder. Cuando llegues a casa, ve a tu líder. Dile…

Dile que el Terror Blanco quiere su parte del trato—musitó. Miró a sus compañeros, incluso forzando las heridas del cuello para incluir a Gärn. La miraban en silencio. Nadja se temió que aquel descanso había terminado, y añadió con pesar—: Creo que tengo que hablar con Daichi. ¿Puedo comer primero?

 

Le explicaron que su estómago no estaba preparado para una comida normal ni su mandíbula para masticar alimentos sólidos, aparentemente algo que tenía que ver con los sedantes que le habían dado y que Hraiz había dicho mientras Nadja no escuchaba, pero le permitieron añadir unos pedazos de carne tierna muy triturada a su caldo de verduras y medicinas. Todavía no tenía permiso para transformarse, así que apuró el cuenco a lametones lastimeros hasta que tuvieron que recordarle que no conseguiría persuadir a la curandera de permitirle un segundo plato. Entonces lamentó habérselo terminado tan deprisa.

Su intención había sido cumplir con su deber de informar a su guía ahora que estaba consciente, pero el agotamiento se apoderó de ella en cuanto terminó de comer, y recibió de los curanderos la orden de retirarse a descansar. Como nadie en su sano juicio contradecía a los sanadores de la manada, ni siquiera el guía, Nadja se acurrucó para dormir de nuevo.

Consiguieron posponer esa reunión un total de tres días, en los que a Nadja le retiraron gradualmente la mayoría de vendajes y los sedantes. La única herida que seguía preocupando a Hraiz y a sus curanderos era la de la nuca, la que había estado más cerca de matarla. Las fauces de un nube de tormenta se habían cerrado peligrosamente cerca de su espina dorsal; Nadja recordó con un escalofrío a Borik, un chico que unos años atrás se había herido en el mismo lugar tras caer de un risco y había quedado paralizado de cuello para abajo. La manada había cuidado de él, por supuesto, pero el muchacho había sido miserable hasta que sus pulmones se llenaron de líquido unos meses después y murió ahogado. Había evitado compartir destino con él por muy poco. Musitó una plegaria con su nombre al acordarse de Borik. Era lo correcto.

Nadja pasó ese tiempo aprendiendo de nuevo a cojear penosamente sobre tres patas, comiendo cada día un poco más y un poco mejor y durmiendo. Durmió mucho, y soñó con un lago que le era desconocido en un misterioso bosque, luminoso y vibrante, donde siempre la estaba esperando una extraña loba de pelaje amarillo como el sol. 

Cuando despertó el tercer día, lo hizo en forma humana y con un dolor terrible en la pierna fracturada, cuyo entablillado, pensado para la pata de un lobo, ya no le servía. Hraiz lo juzgó una buena señal:

—Significa que tu cuerpo se considera preparado para cambiar. Tu cuello está mucho mejor—dijo la curandera tras la espalda de Nadja. La joven sintió que le rozaba la herida con los dedos, y reprimió el impulso de encogerse. Frente a ella, una aprendiza mayor enseñaba a un chiquillo de no más de doce años a entablillar una pierna rota. Nadja intentó no pensar en que su pierna estaba hinchada y negra y morada, o en el dolor palpitante que sentía en ella ahora que había perdido la resistencia de la loba. Los curanderos se habían negado a darle más sedantes—. Cambiar es bueno para los huesos rotos, acelera su sanación. Creo que podemos reducir la previsión de tu recuperación.

—¿Volveré a mi casa pronto?—preguntó Nadja. Estar encerrada la estaba volviendo loca. No la habían dejado salir de esa habitación, ni siquiera para tomar el aire. Las heridas se te infectan con facilidad, y esta está muy cerca de tu cabeza como para que me apetezca arriesgarme, había dicho Hraiz. Así que nada de exponerte al exterior. Aquí dentro al menos puedo asegurarme de que todo está limpio.

—Esta herida está casi cerrada del todo, así que sí, no te queda mucho tiempo con nosotros—confirmó, para su alivio—. Pero sigues teniendo prohibido salir de la cama sin mi consentimiento.

Nadja asintió, emocionada por la posibilidad de volver a dormir en su propia cama. Últimamente solamente quería dormir. Le habían explicado que el cuerpo se reparaba más rápido mientras dormía, y que ese sueño constante era su manera de pedirle que le permitiera descansar y recuperarse.

Ahora que volvía a ser humana, tenía que acostumbrarse a toda clase de movimientos que hacía un tercio de estación que no conocía, como usar su boca para hablar o sus manos para sostener objetos. Hraiz le había prestado un puzle de madera para ayudarla a practicar la habilidad manual, pero lo había resuelto al poco rato y desde entonces se había dedicado a montarlo y desmontarlo distraídamente cuando se aburría. Dacko pasaba casi todo el día con ella, y Gärn se pasaba a verla siempre que el trabajo se lo permitía. Nadja conocía de memoria el sonido de sus pasos en el pasillo subterráneo de la guarida de los curanderos.

Por eso identificó de inmediato que el hombre que bajaba a verla aquella mañana no era ninguno de ellos dos mucho antes de que apareciera por el arco que llevaba al pasillo.

Gargo, uno de los guerreros jóvenes, se cuadró en la entrada.

—Hraiz—saludó respetuosamente a la curandera jefe. Un mechón de pelo negro le tapaba un ojo, pero no rompió la formación para recolocárselo detrás de la oreja hasta que la sanadora le indicó con un gesto de la mano que era bienvenido. 

Nadja lo observó. Estaba en forma humana, vestido y, lo que era más importante, calzado, así que no se había transformado hacía poco. Era un primo lejano de Gärn, si no recordaba mal. Tenían el mismo pelo gris oscuro y ondulado, o eso le parecía a Nadja. Pero la expresión de Gärn era más severa, siempre pensativa, y Nadja solía decirle que acabarían por salirle arrugas de fruncir el ceño, como a Hraiz, mientras que el guerrero parecía sereno, incluso nervioso. Además, sus ojos eran amarillo pálido, y no azul oscuro como los de su amiga. Nadja se preguntó por un momento dónde había visto ojos amarillos por última vez, pero el pensamiento se desvaneció tan rápido como había venido.

—¿Necesitas algo, Gargo?—estaba preguntando la curandera con voz suave pero inquisitiva cuando Nadja volvió a escuchar.

—Daichi me envía a comprobar si Nadja ha cambiado y está despierta, y a llevarla ante él si es así. Señora—añadió en el último momento.

—Como puedes comprobar, está despierta, pero no en condiciones de ir a ninguna parte—explicó la curandera. Nadja percibió la tensión que construía, y la creciente incomodidad del muchacho—. Si Daichi quiere hablar con ella, es bienvenido en nuestra humilde guarida.

—Lo lamento, pero esas son mis órdenes, señora.

—Ni siquiera Daichi puede superar mi autoridad en esta casa, chico—resopló la mujer. Ahora Gargo estaba mirando al suelo en gesto de sumisión—. Ve y dile lo que te he dicho.

Cuando llegues a casa, ve a tu líder. Dile…

Nadja se sacudió la voz del nube de tormenta de la cabeza. Cuando volvió en sí, Gargo había desaparecido, y también la curandera y los aprendices. Se preguntó si estaba tan distraída por los calmantes mientras se arrebujaba bajo las mantas para volverse a dormir.

 

La siguiente vez, Gargo no vino solo, y fue el otro guerrero, más veterano, el que habló. Hraiz discutió y protestó, pero no cedieron, y se dirigieron hacia ella.

—¡Está bien, está bien!—acabó por refunfuñar la curandera—¡La llevo yo! ¡Apartad vuestras manos de mi paciente, ni siquiera os las habéis lavado!

Los guerreros retrocedieron entre disculpas, y Nadja no pudo evitar sonreír. A pesar de todo, Hraiz seguía teniendo la autoridad suprema en aquella guarida. Era su territorio personal. Nadja dejó que la curandera le aplicara un nuevo vendaje alrededor del cuello, tan apretado que resultaba incómodo, pero no se quejó. No le apetecía que se infectara por haber salido al exterior. Después la mujer la ayudó a levantarse y le hizo de apoyo mientras cojeaba patéticamente hacia la puerta.

El exterior brillaba mucho más de lo que esperaba. La luz del sol del mediodía la cegó, después de casi un mes en una habitación subterránea iluminada con velas. Tardó varios minutos en poder abrir los ojos, y lo hizo prácticamente llorando y a duras penas. La curandera la instruyó que los cerrara, y que ella la guiaría, y obedeció. 

El hogar de los curanderos era el más grande del asentamiento de los vientos de lluvia, más incluso que el hogar del guía, que presidía todo el Hogar desde su pico más alto. Ambos edificios tenían un tamaño exterior similar, pero Nadja sabía que el primero contaba con una extensión de túneles y galerías mucho mayor. Debía ser capaz de reunir a todos los heridos y enfermos de la manada a la vez. 

Nadja conocía el hogar del guía mucho mejor. Al fin y al cabo, se había criado en él. Sabía que había un escalón frente a la entrada y lo buscó instintivamente a ciegas antes incluso de que la curandera jefe se lo señalara. Se disponía a apartar la cortina de la entrada cuando la llamó la voz de Dacko:

—¿Nadja?—lo oyó acercarse, e hizo el esfuerzo de abrir un poco los ojos con una mueca—Estaba yendo a verte. ¿Por qué has salido?

—Daichi exige verla—escuchó responder con fastidio a la curandera. Percibió la impaciencia de los guerreros enviados por Daichi, pero también que no se atreverían a interrumpirla—. ¡Te lo prometo, como empiece a poner a mis pacientes a dar saltos por el bosque sin haberse recuperado…!

—Voy contigo—se ofreció el chico, pero Nadja negó con la cabeza.

—Es mejor que no. Volveré enseguida, ¿vale?—le prometió. Si Dacko era sabio, se mantendría alejado de la que había sido la casa de la infancia de ambos. Pero su hermano tenía una tendencia a no ser muy sabio…

—¿Seguro?

—Sí. Espérame allí, ¿vale?

Cerró los ojos, pero lo oyó murmurar un asentimiento poco convencido. No aguantaba más la luz. Se apoyó en el marco de la entrada y tomó aire, armándose de valor para lo que estaba a punto de hacer.

 

Daichi era más corpulento de lo que lo había sido Jakharo, tenía el pelo más largo, oscuro y rizado y se lo recogía en una cola alta. Llevaba los pies descalzos y los brazos, cubiertos de cicatrices, al descubierto y cruzados delante del pecho. Su piel era de un color tostado, aclarado por las marcas de un centenar de batallas aquí y allá. Su rostro estaba cruzado por una que había sido particularmente desagradable en su momento y que casi se había cobrado su ojo; la cicatriz retrasaba ligeramente el nacimiento el pelo sobre la oreja izquierda y terminaba mordiendo un trozo de su nariz. Tenía otra además en la barbilla, más pequeña y que llamaba menos la atención. Llevaba la capa de piel bordada que había pertenecido al padre de Nadja, y al padre de su compañera antes. En opinión de Nadja, Jakharo la había portado mejor.

Jakharo había tenido una expresión amable y cercana y siempre había acudido raudo a donde la manada lo necesitara. Nadja podía oler en Daichi la irritación por haber tenido que esperar tanto para verla. Agachó la cabeza en sumisión y murmuró:

—Guía Daichi, Fauces Negras.

—Nadja—respondió con voz grave. Nadja percibió su mal humor—. Quiero un informe de lo ocurrido en la noche de tu patrulla. Detallado.

Estaba preparada para ello. Describió todo lo que recordaba: el estado del bosque, los olores en la lluvia, las marcas que había renovado y las que no, el lugar en el que había detectado a los enemigos por primera vez, la corta persecución y finalmente el momento en que la habían alcanzado.

—¿Quiénes eran los enemigos? ¿Cuántos? ¿Dijeron algo?

Algo llamó la atención de Nadja en la voz del guía, pero no supo identificar el qué. Habría jurado… que Daichi estaba nervioso.

No recordaba los nombres de los lobos, y el ataque en sí era un borrón en su memoria, pero hizo lo posible por describir de manera precisa su aspecto físico. Daichi solamente asentía tras cada una de sus minuciosas explicaciones.

—Su líder… dijo algo antes de atacarme—confesó finalmente, con cuidado y observando de reojo a los guerreros que la habían seguido hasta el despacho. El guía siguió su mirada y luego volvió a clavar en ella sus ojos ambarinos.

—¿Dijo algo?—repitió, como si no la hubiera escuchado bien—¿Qué fue?

Algo le decía a Nadja que debía mantenerlo para sí, pero, ¿por qué? Daichi era su guía, su líder, debía saber todo aquello, aunque no tuviera el menor sentido.

—Dijo que el Terror Blanco quiere su parte del trato.

—Su parte del…

Daichi se interrumpió, entrecerró a los ojos y apretó los labios hasta que fueron tan solo una fina línea. Nadja tuvo el instinto de agacharse, y lo reprimió a duras penas. Podía percibir la ira contenida del guía.

Vio al hombre mirar a su alrededor, como para asegurarse de que no lo habían escuchado.

—No le hables a nadie de esto, ¿entendido?—le ordenó entonces, y esta vez Nadja sí se encogió—¿Entendido?—repitió.

—Sí, señor—alcanzó a decir.

—Olvida que lo has oído, si puedes—añadió, medio en un gruñido, y le hizo un gesto para que se retirara—. Como comprenderás, has fracasado en tu prueba del nombre. Si ves a Gärn, dile que venga a verme.

Nadja asintió, sintiéndose golpeada. ¿Por qué tenía que recordárselo? ¿Y por qué así, de pasada, como si no importara? Agachó la cabeza, humillada, y cojeó penosamente hacia el exterior apoyándose en las paredes.

 

Gärn y Dacko comieron con ella. Hraiz ya le permitía comer alimentos sólidos, y esa noche lo celebraron con unas truchas ahumadas que Dacko había pescado. Nadja estaba de buen humor. A pesar de la reunión con Daichi esa mañana, el día estaba yendo bien, se dijo. Había salido fuera, aunque casi la dejara ciega, y había sentido el sol en la piel. Avanzaba rápidamente con los ejercicios que le mandaba Hraiz, y su pierna se soldaba mejor con cada transformación. Le habían prometido que en pocos días podría empezar a apoyar peso en ella. Podría caminar.

—Oye, Gärn—llamó a su amiga después de sacarse una espina de pez de la boca—. ¿Qué quería Daichi de ti?

—Nada importante—Gärn le quitó importancia—. Sobre las patrullas.

Nadja supo que mentía, pero sonrió y asintió. Confiaba en Gärn. Debía haber una razón para que quisiera guardárselo para sí.

—No habéis encontrado nada, ¿no?

Gärn negó con la cabeza, pero hizo un gesto para que esperase mientras tragaba un pedazo de comida.

—Los nubes de tormenta han empujado su frontera hacia nosotros cierta distancia. Volvemos a marcar los lugares habituales, pero siguen haciéndolo, así que es como si nuestros territorios se solaparan ahora—explicó después de tragar—. Pero no están buscando batalla, porque solamente renuevan las marcas cuando no estamos. Solo los hemos visto un par de veces, y se retiraron sin luchar.

—Entonces, ¿qué es lo que quieren?

Gärn se encogió de hombros.

—Parece que estén esperando a algo. Yo creo que si no les damos una advertencia en condiciones seguirán marcando cada vez más profundo en nuestro territorio.

—¿Daichi va a limitarse a dejar que eso pase?

—Eso parece—Gärn pareció molesta—. Ha dado órdenes de que evitemos entablar combate salvo que no podamos asustarlos para que se vayan.

—Deberíamos hablar con ellos—reflexionó Nadja—. Ahora mismo parece que pueden marcar donde quieran y nos dará igual, debemos avisarlos de que si continúan habrá guerra.

—Casi te matan, Nads, creo que no quieran hablar—repuso Gärn con un gruñido—. La guerra ya ha sido declarada, ¡no entiendo por qué a Daichi le da tanto miedo lucharla!

Me atacaron para que trajera un mensaje, pensó Nadja, pero recordó la advertencia de Daichi y se calló. Los nubes de tormenta simplemente no habían contado con que el cuerpo de Nadja era más frágil que el del viento de lluvia promedio, y podría no haber vivido para dar su mensaje.

Se volvió hacia Dacko, que no había intervenido en la conversación y parecía muy concentrado en su plato.

—¿Tú qué opinas, Dacko?

El chico se lo pensó un momento, con el ceño fruncido, y no la miró al responder:

—Creo que deberíamos dar gracias a que estás viva y no preocuparnos por los juegos del Terror Blanco—dijo con voz ronca—. Pronto llegará el otoño y se preocuparán más por acumular comida que por guerrear con nosotros.

—El territorio significa comida, Dacko—repuso Gärn, brusca—. ¿Dónde reuniremos nosotros nuestra comida cuando no podamos salir del Hogar?

—No exageres.

—No estoy exagerando.

Nadja percibió la rabia de Gärn e instintivamente alzó una mano para tocarle el hombro. Notó cómo se relajaba. Gärn le tomó la mano y se la acarició un par de veces con el pulgar antes de soltársela.

—¿Tenéis algo que hacer hoy, entonces?—los animó a cambiar de tema—Me vendría bien que me trajerais algo más de ropa de casa, aunque Hraiz dice que podré irme pronto.

Gärn gruñó un asentimiento y empezó a recoger los cuencos de madera en los que habían comido.

—Krew me ha pedido que supervise el entrenamiento de combate de los chicos hoy—respondió al final—. Voy a llevarlos a la hondonada, a ver qué saben hacer. Hace demasiado que no me paso por allí.

La hondonada era un claro amplio, cerca de un riachuelo, a poca distancia de la pared sur del Hogar. Estaba lo bastante cerca para ser seguro para los aprendices más jóvenes, y conformaba un espacio despejado idóneo para las lecciones de combate. Nadja sabía que Gärn disfrutaba de enseñar a otros lo que se le daba mejor, y se alegró sinceramente por ella.

Dacko pareció dudar.

—Aarik me dijo que me iba a necesitar, porque algunas de las trampas río arriba se estaban rompiendo. Quizá vaya a buscarlo para que me las enseñe.

Mientras que Gärn era una guerrera, Dacko era un artesano. Tenía paciencia y manos hábiles, y un ojo experto para ver el potencial en los materiales. Además, su padre lo había adiestrado para el mando, y, aunque aquello era supuestamente un secreto, Nadja sabía que Dacko había leído los Registros. Probablemente era junto a su madre la persona con un conocimiento mayor de la historia de la manada. Nadja lo envidiaba por eso.

Nadja era… No destacaba en nada en particular. Era buena rastreando, pero se agotaba con facilidad. Había nacido con un cuerpo débil, de huesos quebradizos y músculos incapaces. Conocía los movimientos, pero no era una guerrera. Los niños la adoraban, pero ser una cuidadora no la llenaba. Hacía herramientas decentes, y podía coser unos puntos, pero no era hábil como Dacko. Sus instructores la habían llamado distraída, olvidadiza, lenta y frágil. Durante un tiempo había intentado ser aprendiza de sanadora, pensando que así quizás pagaría su deuda con la manada, pero Hraiz había dicho que no lo llevaba en el corazón, y amablemente le recomendó buscar otro camino. No lo había discutido; lo cierto era que la sanación tampoco la había llenado.

De modo que Nadja pasaba sus días aquí y allá, ayudando donde la necesitaban, vigilando a los pequeños, cargando con materiales y herramientas para otros y acompañando a los solitarios. La manada nunca abandonaría a uno de sus miembros por no ser fuerte ni rápido, y Nadja se sentía amada por todos sus compañeros, pero había pasado toda su vida siendo consciente de que los demás tenían que cuidar de ella. Había tratado de pagar esa deuda esforzándose en cualquier tarea, por pequeña o insignificante que fuera, desde que era un cachorro. Había pensado que eso bastaba, pero sus amigos y compañeros de lecciones crecían a su alrededor mientras ella se quedaba atrás. Gärn había recibido su nombre, Garra Gris, en una pelea que aún se narraba de vez en cuando, y Dacko se había convertido en el Corredor del Viento tras sus hazañas en la peor tormenta que había vivido el Bosque Escarpado en décadas. Pero Nadja seguía siendo Nadja.

Y entonces Daichi tomó el poder, y decidió que no tendría holgazanes en su manada. La devolvió al entrenamiento guerrero, a las patrullas y al adiestramiento de combate. Y una noche determinada la había enviado, a modo de prueba del nombre, a una patrulla solitaria en la frontera. Y había fallado.

—Nadja—parpadeó, volviendo en sí. Dacko la estaba llamando—. Te estaba preguntando si querrías que te acompañase a dar una vuelta más tarde, cuando acabe con las trampas.

Los ojos de Nadja se iluminaron.

—Sí, claro, gracias—respondió—. Le pediré permiso a Hraiz. Gracias.

—No las des. Te veo luego, ¿vale?

Se sintió un poco mejor.

 

La siguiente visita que recibió la sorprendió por completo. Pudo olerla desde donde estaba, y reconoció sus pasos ligeros por el pasillo, pero no terminó de creérselo hasta que la vio apartar la cortina que separaba aquel espacio del pasillo.

—Madre—la saludó con genuina alegría—. Has venido.

—Demasiado he tardado, mi niña, espero que sepas perdonarme—respondió Nuva con una sonrisa.

La permitieron sentarse frente a ella después de lavarse a conciencia. Con lo frágil que era la salud de Nadja, Hraiz no aceptaba correr ningún riesgo.

—No hay nada que perdonar, madre. Entiendo que las cosas no son fáciles ahora.

Nuva Patas de Niebla había sido la hija de un guía y la compañera de dos más. Por sus venas corría la sangre de los Primeros, pero a Nadja siempre le habían dicho que se parecía más a su familia materna, a la abuela que la joven no había llegado a conocer. Tenía el pelo largo y sedoso, blanco como la nieve, y los ojos azul claro que Dacko había heredado. La edad había hecho mella en ella ya, pero aún nadie diría que era vieja. Como bien indicaba su vientre ligeramente hinchado, aún estaba en edad fértil. Era una mujer delgada, de piel clara, y en su rostro se adivinaba la sombra de unas pecas. Tenía ojos amables. Siempre había sido buena con Nadja, aunque no fuera sangre de su sangre como Dacko y Heko.

—¿Cuándo lo han sido?—respondió, pero su tono era alegre—Todo esto pasará, hija, todo pasa siempre. La manada se enfrenta a una tormenta, pero la sobrevive. Y lo hace porque permanecemos unidos. Los vientos de lluvia solamente caerán si pierden la esperanza y se desbandan.

Nadja se preguntó si aquello se lo había enseñado su padre, Areghan. Había muerto mucho antes de nacer ella, pero las historias describían que había sido un gran líder. Al fin y al cabo, había tenido la sabiduría de ver en Jackharo el potencial para sucederlo. Gracias a que él lo había admitido en la manada, nombrándolo Corazón de Lluvia, había estado allí para salvarlos a todos más tarde. Claro que todo aquello había ocurrido muchos años atrás.

—He fallado mi prueba del nombre, madre—admitió, avergonzada.

—Ni siquiera el mejor de los guerreros habría ganado en una emboscada contra… ¿cuántos, cinco enemigos? Doy gracias a tu padre porque sigas aquí. Estoy segura de que ha estado cuidándote. No te preocupes más ahora. Nadie cree que necesites un nombre para estar aquí.

La mención a Jakharo hizo que su tono pareciera algo triste, o eso le pareció a Nadja, pero enseguida recuperó la sonrisa.

—Daichi lo cree—respondió con cierta amargura.

—Solamente importa lo que creas tú—replicó la mujer, tocándole el pecho con un dedo—. Eres un viento de lluvia. Eres fuerte de espíritu, tu padre lo veía y yo también. Todos podemos ver que hay algo especial en ti. Has sobrevivido a lo imposible. Habrá más oportunidades, solo es un nombre.

Sí, se dijo. Solo era un nombre.

Pasaron el resto de la tarde conversando de temas triviales. Nuva puso a Nadja al día de los cotilleos de la manada, y Nadja evitó hacer preguntas espinosas. Se sintió cálida. Hablar con su madre le daba esperanzas. Cuando sintió sueño, durmió arrebujada contra ella, como cuando era un cachorro y le asustaban las tormentas. Sintió paz, como entonces. 

Durmió varias horas hasta que Aarik entró para avisarla de que habían apresado a Dacko por traición.

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